lunes, 16 de julio de 2007

EL VERBO SE HIZO CARNE EN MARÍA

El Papa Benedicto XVI sorprendió gratamente a la humanidad con el título y el contenido de su primera carta encíclica “Deus caritas es” (Dios es amor), sobre el amor cristiano, fechada el 25 de diciembre del pasado 2006, solemnidad de la Natividad del Señor.


La encíclica está articulada en dos grandes partes. La primera, titulada: “La unidad del amor en la creación y en la historia de la salvación”. La segunda, titulada: “Caritas, el ejercicio del amor por parte de la Iglesia como "comunidad de amor"”, trata del ejercicio concreto del mandamiento del amor hacia el prójimo.


El término “amor” es una de las palabras más usadas y de las que más se abusa en el mundo de hoy. En esta multiplicidad de significados, surge, sin embargo, como arquetipo del amor por excelencia aquel entre hombre y mujer, que en la antigua Grecia era definido con el nombre de “eros”. En la Biblia, y sobre todo en el Nuevo Testamento, se profundiza en el concepto de “amor”, vivido como “ágape”, que expresa el amor sin medida e incondicional al que llamamos oblativo, que supone una novedad esencial del cristianismo, aunque en muchos casos a lo largo de la historia se ha juzgado de forma absolutamente negativa, como un rechazo del “eros” y de la corporeidad.


La fe cristiana considera al hombre como un ser en el que espíritu y materia se compenetran uno con otra, alcanzando así una nobleza y dignidad nueva. Se puede decir que el reto del “eros” ha sido superado cuando en el ser humano el cuerpo y el alma se encuentran en perfecta armonía. Entonces sí que el amor es “éxtasis”, en el sentido de éxodo permanente del yo encerrado en sí mismo hacia el encuentro con el otro y el encuentro con Dios. En definitiva, “eros” y “ágape” exigen no estar nunca separados completamente uno del otro, al contrario, cuando encuentran su justo equilibrio, más se cumple la verdadera naturaleza del amor. Si bien el “eros” inicialmente es sobre todo deseo, a medida que se acerca a la realidad de la otra persona amándola se interrogará siempre menos sobre sí mismo y buscará cada vez más la felicidad del otro.


En Jesucristo, que es el amor de Dios encarnado, el “eros” - “ágape” alcanza su forma más radical. Al morir en la cruz, Jesús, entregándose para elevar y salvar al ser humano, expresa el amor en su forma más sublime. Jesús aseguró a este acto de ofrenda su presencia duradera a través de la institución de la Eucaristía, en la que, bajo las especies del pan y del vino se nos entrega como un nuevo maná que nos une íntimamente a Él. Participando en la Eucaristía, nosotros también nos implicamos en la dinámica de su entrega. Nos unimos a Él y al mismo tiempo nos unimos a toda la humanidad redimida por su amor entregado; todos nos convertimos así en “un sólo cuerpo”. De ese modo, el amor a Dios y el amor a nuestro prójimo se funden realmente.


San Lucas presenta la obra redentora como un camino de salvación diseñado por Dios Padre en el Antiguo Testamento, cuyo cumplimiento ya se está realizando por Jesús. En este contexto el evangelista Lucas presenta a la Virgen María como modelo para recorrer el camino llevada de la mano y el amor de Dios. La palabra de Dios nos la presenta como profetisa en la Visitación, porque lleva la Palabra encarnada en su seno y con ello la salvación y la alegría. En la Anunciación como esclava del Señor que actúa conforme a la palabra de Dios y en otros lugares Jesús la alaba como la que oye la palabra y la pone por obra. Los textos bíblicos nos dicen que María es bienaventurada, más que por el hecho biológico de ser madre del Señor, por ser la mujer de fe que acepta confiadamente la palabra, cuyo contenido concreto es encarnar la Palabra, llevarla en su seno, darla a luz y servirla. En nuestra oración del Angelus se recuerda el misterio de la encarnación en tres frases dialogadas: la primera recuerda la anunciación del ángel, la segunda la respuesta de María, la tercera la consecuencia: El Verbo se hizo carne. Ciertamente que en el seno de María se produjo el mayor de los “éxtasis” por su sí incondicional a la voluntad de Dios y, en ese momento, el Todopoderoso se hace carne sujeta a la naturaleza humana por puro amor.

Manuel Pozo Oller,
Vicario episcopal