lunes, 16 de julio de 2007

EL AMOR DE DIOS EN LA SAGRADA ESCRITURA

En nuestro mundo se utiliza a menudo la palabra amor. En demasiadas ocasiones se desvirtúa su verdadero significado y en otras queda reducida a su mínima expresión. Se llama amor a un sentimiento que pasa sin comprometer en nada, a los sucesos que llenan las revistas del corazón, a la pasión que, en el fondo, esconde un deseo de posesión, al amor de amistad, a la relación entre personas que son parientes o vecinos, al afecto que predispone a hacer cualquier cosa por la persona querida o por unos valores elegidos.

Cuando su Santidad Benedicto XVI publicó Deus es Charitas, conocía en profundidad una carencia del ser humano en nuestros días y la mejor manera de iluminarla. El amor sigue siendo la tarea fundamental y prioritaria para cada persona. Definir ese amor, encontrar su origen y su fuente es una urgente necesidad.

Los cristianos ponemos el origen del amor en Dios y decimos que es lo principal en nuestras vidas. Intentamos responder al mandato del Señor y hacer de esta opción fundamental la prioridad de nuestra vida.

Lo primero que encontramos los cristianos es que el amor de Dios no es algo instalado en el ámbito racional y etéreo, o exclusivo del sentimiento. Dios nos ha manifestado su amor en una historia concreta, de una forma tangible. La primera página de la Escritura se abre con la creación del mundo y del ser humano. Todo, hasta la vida, se debe a la iniciativa gratuita del amor de Dios: “Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno” (Gn 1,31). El autor del libro de la Sabiduría, reflexionando sobre la creación, dice: “Amas todo lo que existe, y no aborreces nada de lo que hiciste, pues, si odiaras algo, no lo habrías creado” (Sab 11,24). Dios lo ama todo, pero siente una predilección especial por el ser humano, con el que quiere entrar en diálogo de amor.

Para comenzar este diálogo de amor, elige un pueblo, Israel, y en medio de su realidad histórica, respetando su mentalidad y sus costumbres, empieza a descubrirle poco a poco quién es Él, su Dios. La gran prueba de amor y cercanía la tuvo Israel en la liberación de Egipto. Fue la piedra central de su construcción como pueblo de Dios. A partir de ahí Israel empezó a entender que había un Dios “clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel” (Dt 34,6) que lo prefería no porque fuera un pueblo grande y numeroso, sino, sencillamente, porque lo amaba (Dt 7,7-8).

Pero a Dios no le fue sencillo hacer entender este amor a su pueblo. Se presentó bajo la imagen de un gran rey que, según las costumbres de la época, quería establecer un contrato, una alianza, con sus súbditos. Yahvé sería el Dios de Israel y éste su pueblo (Dt 26,17-19). Pero Israel rompía frecuentemente el pacto. Dios se presentó también bajo la imagen de un viñador que tenía una viña predilecta, plantada en un lugar fértil, a la que cuidaba con solicitud, por la que se desvivía. Pero en lugar de uvas, daba agrazones (Is 5,1-2). Y, a pesar de todo, Dios seguía gritando a su pueblo de muchas formas: “Con amor eterno te he amado” (Jr 31,3). Una y otra vez volvía a decirle lo mismo utilizando imágenes familiares: Dios era el esposo fiel que siempre perdonaba (Os 14,5); se mostraba como el padre- madre amoroso que con ternura enseña a andar a su hijo, lo lleva en brazos, lo besa (Os 11,1-4); Dios se hizo pastor para apacentar, buscar, cuidar y mimar a todas las ovejas, especialmente a las más necesitadas (Ez 34,11.16). Pero Israel continuaba sin entender. A los tiempos de fidelidad sucedían otros de alejamiento a pesar de que hombres justos, amigos del Señor, exhortaban al pueblo para que volviera a Dios, a su amor primero (Os 2, 16-17).

A Dios no le fue sencillo. Aquel era un pueblo con la cabeza muy dura (Ex 32,9) y en su interior anidaba un corazón de piedra (Ez 36,26). Pero Dios lo amaba.

Llegó entonces la “plenitud de los tiempos”. Si en el AT Israel pudo entender que Dios más que amor era poder, ahora Dios mostraría que su poder era el amor. Si Dios se había manifestado parcialmente en su grandeza bajo los símbolos del fuego, la nube o el arca, ahora se revelaría plenamente como amor encarnado. Si entonces se malinterpretaron sus intervenciones en favor de su pueblo, ahora enviarla su Palabra hecha carne para que no quedara ninguna duda de que su deseo era amar a cada persona en su realidad histórica concreta. Y entonces, porque el amor no se reserva nada, “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único...” (Jn 3,16). Jesús, la Palabra hecha carne, nos dijo con su voz y con su vida cómo era Dios, su Padre: oferta incondicional de amor y perdón, invitación eterna a entrar en un nuevo modo de relación con Dios y entre nosotros al que llamó su Reino, un Reino que no se manifiesta con poder, sino con amor solidario. Él mismo nos mostró el camino.

Sin embargo y a pesar de los esfuerzos de Dios, el pueblo continuó sin entender. Entonces quedó patente que Dios, por amor, puede llegar hasta la cruz, hasta la muerte (Jn 15,13). En el colmo del desamor eliminamos su forma humana y mortal y Él, muriendo por amor, acabó con la muerte, dejó vencidas en la cruz todas las posibilidades humanas de desamor.

Aún no se ha acabado todo. Dios sabe de nuestra testarudez y quiere cambiar nuestro corazón de piedra por otro de carne, mostrarnos su amor entrañable. Por eso, tras la Resurrección de Jesús, nos entrega su Espíritu y nos hace hijos (Rom 8,15-17), para que la relación con Él no se rompa jamás. Él, que es amor (1 Jn 4,8), sabe que la comunicación total que desea establecer con nosotros sólo puede realizarse en el amor y desde el amor. Introduciendo su Espíritu de amor en nuestros corazones nos hace partícipes de su misma vida: la vida de amor que se vive en el seno de la Trinidad, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu.

Podemos afirmar que “hemos conocido el amor” (1 Jn 3,16), que estamos sumergidos en Él, que nos abraza por todos lados (Sal 139,5). Si nos estancáramos y nos mantuviésemos sentados, si dijésemos “Qué bien se está aquí!”, no habríamos entendido nada. Jesús, que nos revela el amor de Dios, nos dice “Amaos” (Jn 15,12), y san Juan que exclama: “Dios es amor”, pide también “amémonos los unos a los otros” (1 Jn 4,7). No es un chantaje de Dios, porque el amor no necesita obligar, tiene una fuerza que arrastra voluntariamente. El amor de Dios impulsa a la donación y a la entrega, porque “amor con amor se paga”.

El amor cristiano, porque es espejo del amor de Dios, es un amor sin límites, sin lógicas humanas. Pablo en la primera carta a los Corintios señala algunas características de este amor en un pasaje que se ha llamado el “himno al amor”: “El amor es paciente y bondadoso..., no es egoísta..., todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta” (1 Cor 13,4-7). Amar en cristiano forma parte de lo sencillo y cotidiano, todos podemos comprenderlo, pero mantener este amor como estilo de vida es tarea de héroes. A pesar de ello no nos desanimamos. Este amor, que tiene su manantial en Dios y que se dirige a la vez a Dios y a nuestros hermanos, podemos vivirlo porque “al darnos el Espíritu, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom 5,5). Proclamar que “Dios es amor” nos implica en la dura pero hermosa tarea de hacer presente a ese Dios amor en nuestro mundo, nos lanza a amar a los demás, lo que Dios más ama. Proclamar que Dios es amor absoluto que ama y perdona sin condiciones, que ese amor lo han visto nuestros ojos y palpado nuestras manos es labor de toda una vida de oración, de servicio, de entrega hasta el extremo, porque no hay mayor amor que dar la vida por los demás (Jn 15,13).

Ramón Carlos Rodríguez García
Licenciado en Teología Bíblica y profesor de Cristología en el Seminario Diocesano